El azul es el color de lo sagrado. Un pintor tiñe el extenso espacio del amate con este divizado pigmento que tiende a transfigurarlo todo con su tacto. Cobrará vida el viento si el pincel lo traza y un aroma previo en nuestras mentes se percibirá en la dibujada flor. Aun las fisonomías más extravagantes surgirán como humo blanco que se enredará en nuestros ojos con suave cadencia. El azul es un color sacro porque nos muestra fidedignamente lo oculto, donde lo aparente se disipa en lo real y lo real en lo aparente hasta mimetizarlos, fundirlos, hacerlos uno. Todo sufre un cambio de esencias, de texturas según escarba la luz las superficies. Los volúmenes y las formas se complementan hasta sugerirnos cierta fugacidad que afecta directamente a los objetos y a los hombres. El pintor es el médium que a través de sus creaciones nos facilita la entrada para mirar de frente el lado oculto de lo que existe.

             Una de esas creaciones se incorpora, me encara e incita a utilizar los rudimentos de una visión que ha entrado en sosiego al ser abrazada por un púrpura azulino. Estos colores ya me sugieren las formas. Hay un par de gráciles peces, gemelos diamantinos, que desde la profundidad del color emergen para darnos noticia de un mar desconocido y deliciosamente remoto. Enfoco mi atención en un artista. Él nació en luminosas tierras ancestrales, en los prodigiosos páramos que he logrado abarcar con un sólo nombre: Oaxaca. Las manos de este pintor han moldeado con nuevos bríos el estuco de la ciudad más proverbial de esta zona paradisíaca, ciudad que se levantó entre las nubes para tocar únicamente el cielo, Monte Alban. A través del blanco calcáreo surcó los pétreos llanos de su historia. Me refiero a un artista oaxaqueño, y en concreto, al pintor mexicano Emilio Sánchez Díaz.





             Sus orígenes se entrelazan con la Meseta de Oaxaca, Ixtlán y Guelatao bien resguardados por la Sierra Juárez; sus antepasados creían que habían nacido directamente de las piedras, de los álamos y los jaguares. Habiendo practicado el dibujo hasta adquirir el dominio de las ondulantes líneas, consiguió absorber la táctica de las artes plásticas y pulimentó una técnica propia escribiendo con glifos e imágenes, rediseñando códices que son como la llave para entrar a esos mundos que seguirán deslumbrando nuestra más aventurada imaginación. Nombres ilustres como el de José Vasconcelos, Beníto Juárez o Lila Downs han sido forjados en Oaxaca, concebidos por esa tierra de mágia extravagante, bella, mitológica. La fiesta de la Guelaguetza es una síntesis de su entera pasión por la vida.

             Recuerdo haber escuchado a uno de sus más insignes escritores, Andrés Henestrosa, ya un poco fatigado por el peso del tiempo pero no así menos jubiloso, que recibió del mismo Vasconcelos un montón de libros de literatura clásica cuando apenas tenía unos catorce años. Los oaxaqueños, como eslabones de carne y de sensible inteligencia, transmiten a las nuevas generaciones sus refinadas y caprichosas maneras expresivas, pero más aún, su abnegado cariño y entrega por el arte. Emilio Sánchez Díaz comparte con el maestro Rufino Tamayo la atenuada obsesión por los astros, y, en especial, por la sempiterna sensualidad de la luna, además de discutir con Francisco Toledo a através de las variantes cromáticas una diversidad temas propios de su cosmovisión.

             Fue en el mercado de Tlacolula donde Emilio tuvo un estremecimiento causado por la tierra que lo vio madurar. A través los retocados peinados de las mujeres mazatecas, con sus largos rebosos evueltos sobre sus afiladas caras, a manera de trenzas, los aretes de brilloso metal y las miradas fueguinas con lúdicos adornos bordeando sus rostros, fue donde encontró su anhelado vínculo con la pintura como una revelación personal. Estos mismos espectros de la estética los halló en el pueblo zapoteco de Yalálag, e incluso más lejos, en el ámbito de lo intangible y lo atemporal, con el dios de la lluvia Pitao Cocijo, que aparece en las estatuillas con un ostentoso peinado digno de una deidad de su ralea. Su mano creadora dibujó la primera división de un rostro, una dualidad que toda materia padece, la compleja mixtura del México que está allende al surrealismo y nos concede ver a través de sus creaciones una discreta sonrisa que se disuelve entre lo alegre y lo trágico.





             Es en esa tierra de contrastes en la que se le otorga al azul, como un segundo bautismo, la denominación final y conclusiva que abarca desde el añil, el cobalto y el prusia. Cualquier azul posible se resume y se totaliza en el Azul Oaxaca, llamado así por la misma escuela homónima que ya tiene una tradición irrefutable en la República Mexicana. La escuela oaxaqueña basa todo su potencial en este color primario absoluto de la sapiensa, de la meditación y las inspiradoras cavilaciones al aire libre.

             Para llegar al rostro primigenio, Emilio debio explorar la máscara. La mujer agazapada tras los adornos y los listones. Es la máscara un tipo de piel, una puerta previa al tentativo encuentro con el otro, la imagen que se quiere dar al juicio público y a la voraz curiosidad de la pupila ajena. Su falsa fachada se va cayendo como un velo conforme brota la palabra, conforme se descarnan las acciones. Una misteriosa cualidad de los rostros que el pintor enmarca denota el instante en que la luz nos acarrea vida con sus torrentes de cálidos y fríos sobre el sentido de la vista. El ambiguo significado de los rostros detras de la máscara aparece constantemente en su obra. Siempre hay un más allá cuando se trata de la mirada, un estar de frente al otro con la sinceridad aflorando sin obstáculos. Entonces aparece el azul en su obra y el nácar transparente de la luna con su aperlada mirada nostálgica envolviendo a cada criatura de la noche. Y nos mira directamente al rostro para entrar al insondable yo de uno mismo.

             El arte nos hace más francos, menos descarados con nuestra misión de humianizar la realidad. Se nos dificulta albergar en nuestro interior a alguien, su presencia nos huye, se resiste a poseerla como un objeto ordinario. Una representación bidimensional reaparece en los rostros que Emilio moldea a capricho. Luego uno es libre de vagar entre sus acuarelas que él mismo fabrica con la grana cochinilla, técnica que le pertenece por herencia y por vínculos sanguíneos.

             Hay un insinuada, apenas perceptible, presencia de la soledad en los personajes que habitan sus pinturas. Aparecen constantemente hombres aislados, hundidos en un ensimismamiento cual doloridos cánidos destinados a cantarle a la luna y confesarle el peso de su andar a solas. De este hombre sólo sabemos que está contagiada hasta su más leve apariencia de una discreta y envenenada soledad. Es un padecimiento de los modernos que ha sabido cómo canalizar en sus cuadros. El viejo y el nuevo mundo se miran en el vértigo de esta era de búsquedas y vacíos. La soledad es el síntoma más evidente. Es necesario regresar a la antigua devoción que le profesábamos a la tierra, y qué mejor medio sino el arte, que es la cura efectiva para aliviarnos de tanto modernismo.





             Oaxaca tiene cielos limpios, resplandecientes infinitos donde la luna no tiene restricciones para recibir nuestras alabanzas. Ya no habrá condición que intervenga entre los hombres y su aperlada diosa. Su circunferencia recrea la composición armónica de los elementos, es la forma circular en estado puro y el azul oaxaca va junto a ella con solemne fidelidad, como ferviente devoto. A diferencia de una búsqueda astrológica, la búsqueda de Emilio ha sido una travesía en los paisajes y el panorama plástico de su Oaxaca natal, una búsqueda ceremoniosa hacia lo desconocido.

             La misma táctica ha utilizado en Holanda, su segunda casa. Ha disipado un poco la espesura de los cielos grises con los alegres colores zapotecas. Ha puesto la semilla del azul en medio de la niebla y los interminables días sin poder contemplar las estrellas. ¿Qué seríamos sin la alegría natural de los colores? ¿Qué serían los paraísos sin el azul absoluto de Oaxaca? El arte en sí es una traspolación, la representación necesaria de una presencia alterna. El arte nos otorga la posibilidad de crear un contrapeso a todo lo real. El artista es un diseñador de dualidades. Emilio Sánchez Díaz ha querido, con la mejor de sus intenciones, aportar la savia vital del color sobre los paisajes sepias y los claroscuros dominantes de las últimas décadas. Esta es una contienda de los opuestos que debe prevalecer. La sagrada misión del artista es mantener el azul fijo en el cielo para que siga siendo aquel cielo de sencilla hermosura que conocieron nuestros ancestros en todas las épocas de la historia.

             Imaginemos un mundo donde el culto a las mínimas cosas se desborde de un depurado panteísmo estético. Es indudable que volveríamos a vincularnos con lo sacro y lo profundo, con la más enraízada de nuestras esencias. Un mundo en que cada lengua e idioma vuelva a recordar cómo se elevaban alabanzas de luz y color, donde el simple acto de empuñar un pincel sea un acto trascendente y casi religioso.

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-Hans Giébe
Amsterdam, 2013.
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